Meditación sobre una pintura de Goya
El doctor Arrieta fue pintado por Goya en 1820. Vemos al pintor extremamente enfermo. La luz sobre su camisa blanca contrasta drásticamente con la oscuridad del fondo, entre la que se ven unas caras que contemplan la escena.
El médico le acompaña. Se ocupa de él, no solo con la medicina que le da con la mano derecha, sino también con la mano izquierda, que le abraza. Con la derecha aguanta un vaso. Es la mano que sana. Pero Arrieta también tiene mano izquierda. Una mano que descansa, con una (leve) presión, sobre el hombro del pintor. Esta ya no sana, cura. Con su mano izquierda el médico se preocupa de Goya, le acompaña.
Sanar no es curar. Curar es ocuparse del otro, atenderlo, situarse a una distancia adecuada. Una distancia que nunca ningún protocolo ni ningún código deontológico podrán prescribir, una distancia que no puede ser medida ni prevista. Una distancia improvisada, que depende del que está delante, o al lado, del que tiene nombre propio, del que no puede ser categorizado.
Para habitar en la prosa de la vida necesitamos ámbitos de protección… A veces olvidamos que vivir es responder a los acontecimientos, a las contingencias del tiempo, a las sorpresas de la historia… Un ámbito que no puede ser recogido en un manual, que no puede ser definido. Solo podrá ser narrado. Es el ámbito ético, el ámbito que late en la mano izquierda del doctor Arrieta. (Mèlich 2016, p.107-108, cursiva del autor del prólogo)
Acompañar al otro, estar cerca de su sufrimiento, ocuparse de su dolor, es, tal como lo hace el doctor Arrieta en la pintura de Goya, cumplir con su deber moral otorgando la medicina con la mano derecha, haciendo lo que le toca, dando cuenta de una autoridad socialmente aceptada. Junto a ello, más allá de su deber, más acá de su autoridad está el otro, no solo el que es tipificado como el enfermo, sino el que yace vulnerable y expuesto, para el que es insuficiente la mano derecha y necesita de la otra mano, la mano izquierda del médico quien, sin dudarlo, la coloca sobre el hombro en un gesto ético con el que se hace cargo y responde antes que al, del otro (Henao, 2018).
Como lo describe Mèlich (2016), nuestra relación con el otro y para el otro ronda lugares prescritos y regulados por la ley en cualquiera de sus formas. No obstante, esa relación rompe dichos lugares con el gesto, con la óptica y la responsabilidad que modifica lo establecido y trata al otro con nombre propio, asume el rostro como exigencia, obligación y mandato, dado que “el rostro no es solamente otro nombre para la personalidad. El rostro es ciertamente la personalidad, pero la personalidad en su manifestación, en su exteriorización y en su acogida” (Lévinas, 2008, p.92).
Como lo plantea el filósofo catalán de la finitud, la compasión y la crueldad, la respuesta del médico cura, en tanto su mano izquierda no se siente satisfecha ni tranquila por lo que realiza la mano derecha. El cuidado como atención y hospitalidad no alcanza nunca a estar completo, hecho, consumado. Allí, en esos intersticios sombríos entre luz y oscuridad nace la ética, “donde hay una llamada a la unicidad del sujeto y una donación de sentido a la vida a pesar de la muerte” (Lévinas, 2008, p.76).
La muerte acecha en las caras espectrales que se asoman a la escena, pese a ello prevalece la vida en ese ámbito de la ética en el que el doctor Arrieta cuida de Goya, donde es fundamental la relación desde el deseo y la fragilidad; es decir, entre quien yace ahí expuesto y vulnerable y quien cuida, en tanto “entre más cuide a esta persona, más me preocupo; entre más me preocupe, es más fuerte mi deseo de cuidar” (Van Manen, 2016, p.265).
En este sentido, la educación es uno de los ámbitos de la vida cotidiana en los que se cuida del recién llegado, del nuevo, del forastero, del prójimo cercano y del completo desconocido. Es un escenario en el que las alteridades se topan sin fundirse, se mezclan entre palabras, presencias y pensamientos que se hacen cuerpo no para fundirse en el otro, sino para conmoverse y re-decirse, rehacerse y repensarse junto a los otros.
Sin otro, sin otros hay una educación centrada en el ser, encerrada sobre su propio eje. Ahora bien, la mera existencia del otro no garantiza una educación que lo reciba, que lo acoja, que lo hospede, que lo cuide. No, hay educaciones en las que el otro se trata como si se estuviera frente a un espejo, como si quien mirase al otro no viese más que su propio reflejo, su propia frustración, su propia incapacidad. Sí, hay educaciones en las que de la alteridad del otro se responde únicamente con la mano derecha del doctor Arrieta, en las que se esconde o se evade la mano izquierda, en las que no se cuida de la humanidad del otro.
Para De la Cuesta (2007) “el cuidado conecta al que cuida con el que es cuidado. Su importancia reside en la presencia constante y no en la competencia técnica” (p.106). Conexión, constancia, vocación, eso es, el cuidado educativo vincula, sostiene y atiende lo que el otro necesita no solo aprender, sino preguntar, descubrir, caminar. Así, el enseñante y el enseñado se educan a través del cuidado, en torno al cuidado mutuo que da en nombre propio y de manera singular, dado que “cuidar singulariza, se dirige a cada uno en particular” (Van Manen, 2016, p.265).
¿Singularizar en medio de la constante tentativa de colectivizar? Hay allí un riesgo, un abismo, una orilla que no siempre se conoce y pocas veces se define con claridad en las relaciones que establecemos con los otros, un borde en el que se asoma su singularidad mostrada en su rostro único y particular y también en ese que expone su pertenencia al grupo, su afiliación a los otros, a su comunidad.
Justamente, lo educativo nos hace únicos en el mundo, pero iguales a los demás como miembros de una colectividad, nos personaliza, pero no nos individualiza, nos sujeta a los otros, pero no nos encarcela, nos pone en tensión y en cuestión, pero no nos determina. De ahí que sea central “pensar la pedagogía como un ofrecimiento, como un dar -un dar a conocer, dar a ver, dar a pensar, dar a narrar, dar a imaginar, dar a sentir, dar a saber, etc.” (Skliar, 2008, p.123).
Dar, ofrecer, compartir, entregar lo que sabe el maestro, pero, mucho más, lo que es y lo que ha vivido, sus propias experiencias, sus anhelos más profundos y sus aspiraciones más sinceras de formación y de transformación. En esos intersticios se funde el gesto de educar, entre el sostenimiento de la experiencia vivida y la posibilidad y el surgimiento de lo que puede ser de otro modo; en otras palabras, un verbo como educar es conjugado en la anfibología de lo dicho y del decir (Lévinas 1987). En lo dicho se pronuncia para transmitir y reproducir estereotipos, para mantener la tradición, para conservar las costumbres, para legitimar lo que ha sido instituido en las prácticas sociales. Pero en el decir se muestra como: una transgresión; un acontecimiento que agrieta todo el orden naturalizado; un gesto imperceptible que detona instantes y relaciones de poder; una óptica que acude al mirar como otro modo de hallar el pensar; y un lugar en el que resuena la escucha como actitud de silencio y recibimiento de la alteridad radical del otro.
Conjugar el verbo educar es tanto la posibilidad de pronunciarlo en lo dicho, como la incapacidad para expresarlo todo con las palabras en el decir. Retomar la meditación sobre la pintura de Goya (Mèlich, 2016) es saber que la mano derecha da cuenta de todo lo nombrado, que es prescriptiva de lo dicho, o sea, está fijada al signo, mientras que la mano izquierda es incapaz de hablar, solo muestra, solo abraza, acaricia para sanar y decir de nuevo lo que fue dicho o lo que nunca se pronunció.
No solo la voz que dice o la que permanece en silencio es la que atiende al otro, hay algo (dicho de otra forma, alguien) que se manifiesta en el tacto y el contacto, que hacen del encuentro un lugar para la experiencia. En la pintura la experiencia se halla en el brazo izquierdo del doctor Arrieta que toca y se encarna por Goya al ser tocado por la mano de su médico. La mano derecha puede experimentar con el cuerpo, convertirlo en objeto, cosificar su dolor, ser indiferente a la voz que llama. La mano izquierda tiembla ante el otro, hace de la relación un encuentro único, es traspasada por los instantes en que la vulnerabilidad se posa sobre ella, junto a ella. La experiencia no podrá nunca estar sujeta a la previsión, ni a la receta, mucho menos a la técnica ni a la tecnologización del cuerpo; más bien, será siempre finita, llena de tacto en medio del con-tacto, abierta a lo nuevo, incierta, deseosa de esto o de aquello; en últimas, será la que encontremos al ofrecer la mano izquierda que cuida de la fragilidad del otro.