Prólogo: a La Paz por la educación
El filósofo alemán Immanuel Kant escribió La paz perpetua en 1795. En este opúsculo, de clara orientación filosófico-política, plantea las condiciones para la paz entre los pueblos y los estados, y argumenta que la paz será posible y el conflicto podrá ser superado si se cumplen determinados postulados educativos. La razón práctica kantiana emana de las posiciones propias del movimiento que creía de forma profunda y optimista en el poder transformador de la educación sobre los pueblos y los individuos, por eso, se erigía así en el instrumento de garantía de la convivencia en paz permanente.
Aquella fe ilustrada en la posibilidad sanadora y preventiva de la educación, de la escuela y de todas las instituciones de beneficencia pública y privada existentes en la Europa de fines del siglo XVIII, pronto se vio desautorizada por la barbarie del ejército francés del pretendido imperio napoleónico que arrasaba el mundo. Y, un siglo más tarde, el viejo deseo kantiano, preñado de bondad y deseos saludables para la convivencia de sus conciudadanos, se volvió a ver brutalmente enterrado por dos guerras mundiales que nacieron en lo profundo del ser alemán y convirtieron el siglo XX en el más tenebroso y mortal de los conocidos por la historia de los hombres. Además, a esas cifras terribles de muertos y perjudicados de forma directa por las grandes guerras, hay que sumar los cientos de conflictos sembrados por todos los continentes que gotean violencia con persistencia, y cuya naturaleza destructiva arrasa millones de hogares y vidas, muchas de ellas en la flor de la infancia y la juventud.
¿Es posible continuar defendiendo hoy otra propuesta emergente del idealismo alemán? de Krause, por ejemplo, que sostenía la esperanza de un ideal de humanidad, sustentado en la razón, en la reforma moral, en la regeneración, en el cosmopolitismo, en la buena y universal educación capaz de cultivar todas las sensibilidades y expresiones del hombre (la física, la intelectual, la espiritual y la estética), y que procura alcanzar el máximo de felicidad posible.
Es un buen deseo, sin duda, y una aspiración justificada en el poder regenerador de la educación, a sabiendas de que la violencia y el afán de poder están instalados en lo más recóndito del ser humano, desde el origen de los tiempos, y en toda manifestación de la historia de los hombres. Pero la creencia profunda en esa búsqueda de un mundo más armónico con la mediación de la educación es una garantía para la esperanza que debe instalarse de forma progresiva en lo más íntimo del alma individual de millones de hombres y mujeres de todo el mundo, y en la expresión colectiva de cada sociedad, en toda su diversidad y riqueza.
Desde los inicios del siglo XXI, nuestro mundo viene cargado de buenos deseos y prácticas detestables, de políticas mediocres y excelentes actuaciones sociales y educativas, de violencias infames y conductas generosas. Es la inexcusable dialéctica de la humanidad, en el plano colectivo y en el individual, el haz y el envés. Observamos las adversidades y los momentos de disfrute y felicidad puntual, siempre en pura contradicción, nunca de manera total y definitiva porque no es posible hacerlo de otra manera. O, al menos, no lo será hasta que no se modifiquen muchas estructuras anquilosadas e injustas arraigadas en el pasado; y, sobre todo, hasta que no se camine por la senda de la razón benefactora y la educación solidaria, democrática y libre, la que busca de manera ferviente una infancia y una humanidad más dichosa que vaya aprendiendo el buen vivir, aquella que ya nos apuntaron nuestros viejos filósofos –desde Sócrates a los estoicos y epicúreos–, la armonía consigo mismo y la paz con los demás, el vivir según su propia naturaleza y la de todos. Por cierto, el cosmopolitismo armonioso y en paz que ellos propugnaban hace más de veinte siglos goza hoy de plena actualidad, cuando estamos hartos de hablar, escribir y contar todo lo que se relaciona con los problemas de la globalización en el planeta Tierra.
La paz que tanto anhelamos en nuestro tiempo no es la de las charcas y pantanos estancados que encierran debajo del agua mucha putrefacción en aparente estabilidad y falta de vida, como nos decía hace ya algunas décadas Helder Câmara desde Recife, aquel incansable luchador por la paz y la justicia, desde la palabra y el testimonio moral. La paz no es un concepto estático, es una práctica en permanente efervescencia, un camino por andar y construir, y un sintagma que debe ser comentado en su riqueza y diversidad para el individuo y para la sociedad en sus diferentes manifestaciones políticas, organizativas, territoriales, de convivencia o de carácter religioso.
En el plano personal, el individuo busca y encuentra la paz dentro del conflicto permanente que el mundo pulsional interno suscita de vez en cuando; en el instinto luchador, tal como evidenció el psicoanálisis hace ahora un siglo, por ejemplo, a través de las aportaciones de Alfred Adler o Carl G. Jung. La voluntad de poder conduce, si no se domina la propia naturaleza, al afán de dominio sobre otros y lleva a utilizar la violencia cuando se encuentran obstáculos insalvables de otro orden. Se rompe la armonía personal y relacional, si es que existía, en favor de la obtención de un pretendido beneficio, sea este real o imaginario. La narración literaria bíblica oriental de la historia de los hermanos Caín y Abel sobre las primeras conductas de los hombres en aquel mundo recién creado es una adecuada ejemplificación del problema que se aprecia en todas las culturas.
Ante la dimensión colectiva de la violencia que representa la confrontación entre países y ejércitos, la guerra brutal y destructiva, caben respuestas muy diferentes. Una es la que anima a crecer en potencial de fuerza para neutralizar o arrasar al grupo opositor, etnia o Estado que se atreva a agredir o interferir al antagónico, sea vecino próximo o señalado agresor lejano, hoy fácil de reconocer a miles de kilómetros en el mundo interconectado y global en que nos movemos. Si vis pacem, para bellum (“si deseas la paz, prepara la guerra”) señala un camino infinito hacia la violencia. Aquella clásica expresión latina que legitima la existencia de todos los ejércitos y armas del mundo, sean estas de manejo individual u organizadas en colectivo, explica una vez más el crecimiento exponencial del gasto militar y el uso constante de la fuerza para resolver conflictos. Sabemos bien que esta elección es un camino que no tiene fin y que no construye procesos de paz permanente en ninguna parte.
Para lograr la paz existen otras vías distintas a la acumulación de armamento sofisticado y preparación para la guerra; ciertamente lentas y pausadas, pero penetrantes y al final
más eficaces. Son los caminos construidos desde la razón y la educación, tal como nos han mostrado líderes mundiales como Gandhi o Mandela con su vida y escritos, como defienden los movimientos ecopacifistas en muchas partes del mundo, como postulan diferentes organismos internacionales y como practican, por fortuna, millones de niños con la ayuda de sus maestros en miles de escuelas de todo el mundo…
José María Hernández Díaz
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación y coordinador del Doctorado en Educación de la Universidad de Salamanca (España). Director del GIR Helmantica Paideia de la misma institución.